Ayer fue día de los inocentes. En Venezuela siempre fue
esta fecha oportunidad para jugar algunas bromas de mejor o peor gusto, que
terminaban siempre con el sonsonete ”pasaste por inocente" (o "pasó
por inocente" si la chanza era ejercida en la región andina).
Y digo fue, así, en pasado, porque es evidente el desuso
en que ha caído esta costumbre. Y es que nos hemos amargado. Pese a la fama que
queremos divulgar de dicharacheros y "mamadores de gallo", ya no nos
gusta reír sino a costa de otro, sobre todo si hemos conseguido un provecho
material no merecido en el ínterin. Especialmente no nos gusta que se rían de
nosotros, ni nosotros mismos hacerlo.
Y es que nos hemos vuelto nerviosos, por decir lo menos,
al punto de no soportar los semáforos en rojo o las normas publicadas en
Gaceta Oficial. Se puede pensar que hemos cambiado mucho y que eso se debe a la
influencia de la sociedad de la información, a la era post capitalista o al
advenimiento de nuevas formas de socialismo. Se puede creer en eso, así como
hay gente que cree en los ovnis o en el ánima sola.
Porque en el fondo no hemos cambiado mucho, porque
seguimos siendo inocentes. Si por inocencia se tiene la resulta de una mixtura
incompleta y de irregular proporción de esta última con la pereza, la
ignorancia y la irresponsabilidad.
Pese a las redes sociales y a toda la web 2.0, o acaso a
causa de ellas mismas, creemos que el ministro de la defensa, Padrino López, se
opuso al fraude que preparaban otros personeros del gobierno en las recientes
elecciones legislativas. De igual manera pensamos que Leopoldo López fue el
ejecutor o, al menos, el autor intelectual de 44 muertes ocurridas
durante el período conocido como "La guarimba". Con igual ausencia de
pruebas o de lógica pensamos que en el referendo revocatorio hecho al presidente
Chávez, el Consejo Nacional Electoral cometió fraude "volteando los resultados", en una especie de
hipotética fe de erratas entre sí y no.
Dispuestos como estamos a dar crédito a todo o a casi
todo, también somos proclives a soportar los resultados de esa creencia, que
siempre nos es inducida. Pero todo tiene un límite, porque ya nadie cree en la
guerra económica como ya nadie tiene miedo del lobo feroz. Y porque los
crédulos no sólo se encuentran de este lado, pues en el bando de los
poderosos también hay una natural tendencia a creer lo que no es, lo que ya no
puede ser. Visto por encima, parece también insensato pensar que con
arreglos burocráticos uno se puede atornillar en el poder, que con gritar por
los medios tradicionales de comunicación se puede hacer olvidar el
resentimiento de la gente por el hecho de que le hayan privado de su vida o de
la posibilidad de vivirla.
Como bien dijo Serrat: “Si no fueran tan dañinos nos
darían lástima”.
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