un sitio de reunión para todos aquellos que escriban o que pretendan hacerlo. sobre todo aquellos que escribimos en las sombras e, incluso, en una zona de cierta penumbra.

martes, 17 de julio de 2007

Maquinaria


Luciano había sido, desde siempre, operador de maquinaria pesada. Aún era Luciano adolescente cuando su padre, sabiendo la poca predisposición de su hijo para los estudios y contento con esa situación, lo hizo hacer el adiestramiento, obtener el diploma e ingresar en la administración pública. Pasados muchos años, tal vez demasiados, se casó y tuvo un hijo. Como su mujer era bastante más joven que él, fue fácil que la gente comentara sobre pretendidas infidelidades. Luciano, sin hacer caso a los rumores, salía a caminar con su hijo por las tardes, primero tomándolo de la mano y luego, ya un poco mayor el niño, con la mirada atenta dos metros adelante del paso de Adolfo, que así se llamaba.
Adolfo habría de ser, en virtud de una antigua cláusula contractual obtenida por el Sindicato de Obreros luego de una huelga breve y tal vez concertada en reunión de partido, sucesor de su padre en el puesto. Sólo debería esperarse que el muchacho creciera y presentara los exámenes respectivos al hacerse mayor de edad. Adolfo iba muchas veces a visitar a su padre al trabajo y se sentaba en el asiento de la máquina inactiva, bajo la mirada cómplice del supervisor. Pero un día el muchacho dejó de crecer (las gentes siguieron hablando de infidelidad) antes de que sus pies pudiesen alcanzar los pedales. Luciano lo llevó al médico de su trabajo. “Es un joven sano”, dictaminó el doctor y extendió un reposo para Luciano. En su casa, acostado y con la cobija a la altura de la barbilla, Luciano decidió que el muchacho debía jugar baloncesto, porque era evidente que cuantos practicaban ese deporte eran altos y por tanto, Adolfo lo sería. Fue a la cancha de su barrio y habló con el entrenador (“Tampoco es necesario que crezca tanto”, dijo).
Adolfo empezó a acudir con regularidad a los entrenamientos, siendo necesario que, para cumplir a cabalidad con los mismos, dejase la escuela. “Si no crece, todo será en vano”, dijo Luciano a su mujer en voz baja cuando ella preguntó sobre las nuevas costumbres de la casa. Y es que Luciano dedicaba todo su tiempo libre y los pocos recursos materiales de que disponía a asegurar el porvenir de Adolfo. Iba a brujos, hablaba con amigos más entendidos en estas cosas, preguntaba en farmacias y hacía todo lo que le sugiriesen, al principio, los más discretos y, luego y con la cabeza poco tranquila, todos, incluso los reconocidos necios.
Al pobre la desesperación nunca le es suficiente y de repente dos hechos se hicieron incontrovertibles: Adolfo no había crecido un centímetro desde entonces (no era necesario ser más exacto) y cumpliría dieciocho años en tres semanas por lo que ya estaría apto para presentar la prueba, ante el anunciado retiro de Luciano. Por el certificado de operador no había problema: Luciano lo había comprado con algunos ahorros. El ingreso al servicio público era otro asunto. El examinador, un viejo que vivía con su mujer y dos hijos que nunca se habían ido de casa a unos treinta minutos de la ciudad, era un duro. Se enorgullecía de ser y así lo declaraba, por ventura de Dios y de un juramento al padre en lecho de muerte, el único funcionario honrado de la administración, junto al Presidente, claro está, que a nadie le hacen falta los problemas gratuitos. El viejo también era conocido por tener una endeble salud, por lo que Luciano fue a la iglesia y durante tres horas rezó con fervor para que el examinador estuviese indispuesto el día del examen, nada grave, por favor, pero suficientemente desagradable para hacer concurrir a su suplente. Luego de esto sintió una gran paz espiritual. De regreso a su casa, sonrió a todos los paseantes que se cruzaron con él (era parco de palabras y gestos y acostumbraba caminar mirando al piso o a la lejanía) y, en contra de sus hábitos y previsiones presupuestarias, dio limosna a todos los mendigos que encontró (los que ya le conocían sintieron alguna extrañeza).
Al final del día siguiente pensó, de repente, que Dios le ayudaría, pero que era mejor jugar sobre seguro, y llamó a un amigo que conocía a otro que frecuentaba a la señora que era hermana de la otra señora que cocinaba en la casa del examinador. Un malestar estomacal era fácil de producir en alguien sensible. No quiso detalles sobre el método (mientras uno menos sabe, menos culpable se siente) y pagó por adelantado, tanta era su fe en Dios. El examen era a las tres y treinta de la tarde de un jueves. Llovía. En la mañana el examinador no había ido a trabajar. A las tres llegaron Luciano y Adolfo a una vieja oficina de techo demasiado bajo. El suplente estaba sentado frente a un escritorio viejo. “El muchacho es un poco bajo, ¿no?”, comentó el suplente y Luciano sonrió tocando los billetes que, atados con una cinta elástica, tenía en bolsillo. Sonó el teléfono. La mujer del viejo: “Él ya va para allá, un poco de paciencia, un poco de paciencia”.
El viejo usaba gafas gruesas y verdosas y ropa demasiado grande para él. Se sentó ante el escritorio y, pidiendo la cédula de identidad de Adolfo, empezó a llenar planillas mal fotocopiadas. “Es un viejo serio”, pensó Luciano. Salieron de la oficina y caminaron hasta el depósito. “Había de todo allí, quién sabe quién quiso guardar tanto mugre o tantos recuerdos”, contó Luciano luego. Llegaron junto a un tractor amarillo y con algún orín. El viejo dijo a Adolfo que encendiese el aparato. Con dificultad éste logró subir y sentarse frente al volante. El viejo entonces vio a un muchacho que lloraba, sentado en un tractor que estaba al borde de su vida útil, con los pies colgando de tanta derrota y sintió una inmensa piedad. Quiso entonces no ser tan íntegro, tan incorruptible y no lo fue. Se quedó mirando a Luciano, esperando que éste le ofreciera dinero, no importaba la cantidad, pero dinero, porque en la mente sencilla y buena del viejo, no cabía la posibilidad de recibir otra cosa a cambio del orgullo de toda su vida. La gente era honrada o no lo era y el dinero era la única medida. Pero la fama del funcionario era mayor que la elocuencia de su mirada y Luciano no se atrevió a proponer el soborno, sólo suplicó, apelando a los sentimientos paternales del examinador, “Mire a mi hijo”, dijo, “mire su tamaño. ¿Usted cree que yo he podido dormir tranquilo todos estos años? ¿Qué culpa tuve yo? ¿Cómo podría haberme sentido orgulloso? Siempre fingí, claro, un poco por el muchacho, pero sobre todo por mí y por los demás. Pero si el muchacho tuviera el trabajo, otra cosa sería ¿Sabe? Los niños lo miran a uno o al bombero con admiración, piden historias y uno las inventa ¿Qué tanto le puede pasar a uno sentado en una máquina todos los días menos feriados y vacaciones? El niño cuando grande quiere ser como uno, luego se va, se dedica a otra cosa, tal vez se haga millonario o se comporte como tal o se haga político, que es lo mismo a veces o se haga nuestro jefe y nos grite. Eso no importa…”. Luciano se puso de rodillas, con las manos apoyadas en la cintura y luego, comprendiendo lo absurdo de la posición, las juntó en ademán de súplica a la altura del rostro. “Váyase”, dijo el viejo, pero fue él quien salió de la oficina. Luciano se puso de pie y dijo “Viejo hijueputa” y también “Vamos a hablar con alguien del sindicato”. En quince días publicaron el resultado en una cartelera.

Las malas costumbres

Viajar enseñaba siempre grandes cosas a Horacio y, sin embargo, viajaba poco, quien sabe si por miedo, pereza, poco dinero o ninguna simpatía por los inconvenientes que generan los viajes, por lo que continuamente estaba diciendo a sus amigos que si pudiera viajar mucho, si se convirtiera en un viajero habitual, en un trotamundos, devendría también, por la fuerza de las cosas, en la sabiduría. Pero es que en la vida, decía, siempre hay tantas ocupaciones y tantas cosas por hacer primero y tantas cosas que no se han de hacer, porque de lo contrario se puede herir al vecino o ganarse el desprecio propio o ajeno o un tiempo en prisión (circunstancia terrible en cualquier lugar, pero atroz en el tercer mundo) o lo que sea que no sea deseable y que impida que uno haga lo que tal vez le hiciera feliz o hasta infeliz sin remedio.
Horacio viajaba, a veces, por trabajo, por muerte de un familiar, por enfermedad propia o ajena y hasta por no poder decir no a tiempo. Horacio amaba, por el contrario, clasificarlo y ordenarlo todo con una técnica de libro de escuela secundaria. Si en el medio oriente árabes e israelíes aumentaban sus hostilidades y matanzas más de lo acostumbrado (el hombre, desdichado, a todo se acostumbra) y se declaraba una guerra, Horacio anunciaba las diez causas de tal conflicto y si alguien hablaba de divorciarse por aburrimiento, Horacio le comunicaba, en voz baja, aparte y con condescendencia, las siete o aún más consecuencias negativas que se generaban para el hombre de tal decisión. Horacio, extrañamente, habían notado todos, nunca había catalogado los viajes y las razones para hacerlos, aún cuando los más malévolos le habían tendido hábiles trampas para que lo hiciera. Alguna causa debía tener tan extraño, en Horacio, comportamiento. La gente, que odia lo que no entiende y pretendía seguir estimando a Horacio, la encontró (querían un Horacio explicado): Una mujer hermosa que siempre le había rechazado le llamó al teléfono móvil al final de una tarde de viernes, estando con unos amigos. Ella en unas horas partiría a un viaje y quería que Horacio le acompañara. “Estaremos solos los dos”, había dicho y por ser lo más parecido a una referencia erótica que había oído nunca en su favor de aquella hermosa mujer sintió despertar de pronto su deseo sexual y se puso de pie. “¿Por qué te vas?”, preguntó un amigo ya borracho y él aseguró que no se iba, sólo iba al baño y volvía. “Te vas”, insistió el amigo y él dijo que solo saldría un momento y regresaba rápido. “OK”, condescendió su interlocutor y volvió a lo suyo. Salió a la calle y fue a su casa. ¿Cuánta ropa llevar? Todo estaba sucio. En su casa lavaban el sábado. Tal vez era conveniente comprar algo, pero ¿Dónde y en qué momento? Dinero tampoco había demasiado, porque había qué pensar en los pasajes, la comida, los gastos pequeños y, ah, el hotel donde presumiblemente se quedarían. Ella no había dado mayores detalles, no acostumbraba llamarlo y cuando lo hacía era parca e imperativa. Sabía que Horacio no preguntaba y asistía puntual a las citas que ella acordaba, aún a las más incómodas y desconsideradas.
Horacio decidió que una caminata corta lo calmaría como tantas otras veces y que luego de ella regresaría con el ánimo tranquilo y la mente alerta para resolver los problemas inmediatos. Había amenaza de lluvia, sólo amenaza como tantas veces. Afuera, los conocidos hablaban. Saludó rápido a todos. Al llegar a la esquina pensó que ella no le había comunicado el motivo del viaje. ¿Iría acaso a encontrarse con alguien? Otro hombre estaba descartado, porque en tal caso no le habría invitado. ¿Tendría familia allá? Nunca había mencionado algo así, pero era que ella tampoco hablaba con demasiada coherencia ni él le prestaba una entera atención, ocupado siempre en pensar en su no correspondido sentimiento. Ella había dicho que estarían solos. Eso era significativo, no podría ser que ella fuera a alojarse en casa de un familiar y le hiciese acompañarla, presentándolo al efecto como un querido amigo, solo eso y nada más, con lo que lo del hotel quedaría excluido, salvo como una experiencia muy rápida y un tanto furtiva, a ocurrir tal vez en una zona apartada y una hora conveniente, sometidos al apremio del reloj, enemigo del buen desempeño amatorio que Horacio nunca estaba seguro de practicar. ¿Acaso lo de estar solos se refería al viaje en autobús, en el cual unos asientos estrechos y la exageración del aire acondicionado podían invitar a una anhelada intimidad? Podría, además, ocurrir que ella no quisiese que la presencia de Horacio fuere conocida por sus hipotéticos consanguíneos (o amigos o conocidos, que ese cambio de condición no alteraría para nada o en muy poco las consecuencias finales) y entonces sí tendrían que recurrir al hotel o pensión, llegarían a la terminal de autobús, habría muchos taxistas ofreciendo sus servicios, tomarían café con o sin un pequeño desayuno y ella le diría que él debería hospedarse en una pequeña pensión cercana en la cual la esperaría mientras ella iba a hacer algunas cosas. La pensión quedaría en un segundo piso, tendría un precio alto considerando lo pequeño de la habitación y estaría atendida por una muchacha morena y simpática, mala para las cuentas, sobre todo a la hora de dar el vuelto, equivocándose siempre a su favor y pidiendo disculpas con una hermosa sonrisa a los clientes más espabilados. La única opción sería estar tumbado en cama todo el rato, porque aunque existiría la posibilidad de salir a caminar por las manzanas adyacentes, ella podría regresar en cualquier momento y no encontrarle y aunque tendría el teléfono móvil, no podría confiar demasiado en que ella le llamase porque nunca lo había hecho un día sí y al siguiente también, ni aún en el caso de que necesitase de él con urgencia. Allí, acostado, mirando el techo con quemaduras de velas y marcas de humedad, se le podría ocurrir pensar en que ella le había llevado con paso decidido y conocedor hasta la puerta de hospedaje, lo que dejaría entrever que le era familiar y le movería a hacer mil conjeturas, impelido por ese absurdo afán de fidelidad que exigimos de las personas que nos gustan mucho, pero con las que no tenemos ninguna relación afectiva establecida. Las horas podrían pasar, el calor aumentar, el teléfono podría no sonar o hacer apenas ruidos que pareciesen los previos a un repique, la habitación podría parecerse a un infierno, la cabeza podría también parecerse a un infierno y ella podría no llegar sino hasta muy tarde o no llegar, al menos él podría temer que ella no llegara nunca, lo cual sería cierto hasta el momento en que tocasen la puerta y al abrir un hombre moreno, alto, de bigote dijera con descuidada pronunciación “Lo buscan” y sería ella que le esperaría en la calle y que vendría con una sonrisa y él la miraría con despecho y ella le preguntaría como otras veces que si estaba molesto a lo que él contestaría que no, pero dejando entrever su enorme enojo, su gran sufrimiento, éste último molestaría demasiado a ella quien le llamaría inmaduro y cambiaría su sonrisa por una expresión de desagrado. La expresión de él seguiría siendo la misma por un rato, pero por allá dentro, en su pecho, avanzaría un mal gusto, una úlcera inmediata que le iría convenciendo de que ella tendría razón y que él se estaría comportando como un niño. Luego no se quedarían en el hotel sino que podrían ir a cine o a algún sitio caro. Lo que podría pasar después Horacio prefirió no imaginarlo.
Horacio volvió apremiado a su casa. No era demasiado temprano, aunque su ansiedad siempre le hacía fallar en las previsiones horarias. Tomó un morral pequeño y lo llenó de ropa (no hubiera sabido responder si acto seguido le interrogaran sobre qué piezas de ropa componían tal bagaje). Tomó un taxi y llegó a la Terminal cuando los buhoneros ya recogían sus mercancías. Pidió un café con la equivoca intención de calmar los nervios tomando algo. Fue hasta las pistas de salida y miró los autobuses y recordó que no le había preguntado a ella si ya tenía el pasaje comprado y en cual línea de transporte. Fue hasta los teléfonos públicos y la llamó. Contestó ella misma y él le dijo: “No, no puedo ir”. Colgó y volvió con sus amigos, pero estuvo callado el resto de la noche. Al otro día la llamó. Ella le dijo que había decidido no ir ninguna parte.
Viajar enseñaba siempre grandes cosas a Horacio y, sin embargo, viajaba poco.

sábado, 14 de julio de 2007

Narrador alguno

Llegué muy cerca del mendigo. Un fotógrafo que conozco me había hablado de él: “Duerme en las aceras, pero está pendiente de todo, yo le tomé estas fotos. Al rato me miró y chasqueando los dedos dijo que me fuera, circulando, circulando, que tengo mucho trabajo”. El mendigo no dormía, estaba sentado en una plaza y miraba a la gente pasar. Concentrado tal vez en quién sabe cuáles pensamientos, parecía no verme ni oirme. Lo observé con la esperanza de encontrar un ademán una palabra, una costumbre, algo que me diera el germen de un relato para un inminente concurso literario. Una buseta se detuvo junto a él y de ella descendió una linda muchacha; mi sujeto observado le dedicó un gesto obsceno. Saqué una libreta del maletín y tomé la nota (a esta edad, uno ya no se arriesga a perder las ideas). “No me vengas a joder que no soy Guachirongo”, gritó el hombre y, tomando una piedra, el muy granuja se acercó unos pasos y me la lanzó. El proyectil me partió un diente, dejándole un borde en forma de sierra.
Pasando la lengua una y otra vez por aquel borde, me fui triste, pensando aún en qué cuento podría escribir.

domingo, 1 de julio de 2007

Utopía

Un amigo opina que las narraciones que se refieren a la visión que pueda tener el autor o algún personaje sobre el mundo no deben existir. Mi amigo piensa que todo relato ha de tener una enseñanza práctica. Mi amigo escribe muy mal y eso le da rabia. Una vez participó en un concurso de relatos y no ganó (yo tampoco). Con gran tenacidad y comportamientos extraños indagó quiénes conformaban el jurado, supo teléfonos, ubicó residencias y sitios de trabajo. Llegaba con una copia del relato y un lápiz rojo y pedía (con cara de exigía) que le explicaran y anotaran sus errores para crecer como escritor. Con muerte de alguno, jurado, autor o incluso este narrador, el asunto habría germinado en novela negra.
Mi amigo se preocupa mucho por la educación. Alguna vez escribió cuentos, pocos, de la odiada especie más arriba referida. Prometió no hacerlo más. Mi amigo y yo leímos La República de Platón, apenas saliendo de la adolescencia. Mi amigo también leyó la Biblia. Platón se preocupaba tanto como mi amigo por la educación (pensaba, con Sócrates, que la virtud era conocimiento y se podía enseñar). La poesía y la literatura general formaban parte de lo que Platón concebía como instrucción elemental, pero no debía acudirse a ellas para producir goce estético sino alimento moral y religioso, tal como se acercarían luego los cristianos a la Biblia. Esto pensaba Platón con relación a los clásicos de aquella época, porque para sus contemporáneos y para los bardos futuros Platón preparaba una censura que impidiese las influencias perniciosas para la juventud (ya por esta época había muerto Sócrates, condenado a la cicuta por negarse a adorar a los dioses y por corromper a los jóvenes, muerte que causó gran pena y dolor a Platón).
Después mi amigo se enamoró (yo también, pero ya lo he contado en otros textos y lo contaré en el futuro). Algunas veces se le vio esperando frente a una casa, aún si llovía (es que es tan duro que a uno no lo quieran cuando uno quiere). Dejó de leer la Biblia. En enero se le vio de buen ánimo. “El nuevo año me trajo una mujer”, dijo y me habló de una amiga común. Ella era mayor que él. Era alegre y enérgica, pero cuando las cosas no le iban bien uno pensaba que podía matarse o matar a otro. Él se mudó, no del todo, a un apartamento que ella tenía alquilado. Los amigos siempre éramos bienvenidos. “La libertad vale más que unos corotos”, me dijeron; cada vez visitaban con mayor frecuencia la casa de empeño. Una madrugada bebimos y cantamos tumbados o sentados en el piso. Los vecinos no dijeron nada, sueño pesado, tal vez somníferos.
La ruptura fue dolorosa. Mi amigo buscó consuelo en la lectura. “Traigo a Platón corregido”, exclamó y me dejó Utopía de Thomas More. “¿Verdad que allí sí hay democracia?”, me preguntó. “Claro”, contesté. “Mira”, dijo señalando algunas líneas de texto, “se acabarían la juerga y la indolencia”. Algunas cosas más me comentó. Yo nunca he leído el libro. Por aquellos días él apenas lo revisaba por aquí y por allá. “Tal vez nunca lo termine, dan ganas de ser eterno para reflexionar”, exclamaba con pasión. Hoy él se declara utopista. Se reúne con gente, debate y ve el futuro con optimismo. Hace poco lo encontré con otra mujer mayor, que también conozco, pero muy hermosa. Aparte me dijo que nunca se volverá a enamorar.

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