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martes, 17 de julio de 2007

Las malas costumbres

Viajar enseñaba siempre grandes cosas a Horacio y, sin embargo, viajaba poco, quien sabe si por miedo, pereza, poco dinero o ninguna simpatía por los inconvenientes que generan los viajes, por lo que continuamente estaba diciendo a sus amigos que si pudiera viajar mucho, si se convirtiera en un viajero habitual, en un trotamundos, devendría también, por la fuerza de las cosas, en la sabiduría. Pero es que en la vida, decía, siempre hay tantas ocupaciones y tantas cosas por hacer primero y tantas cosas que no se han de hacer, porque de lo contrario se puede herir al vecino o ganarse el desprecio propio o ajeno o un tiempo en prisión (circunstancia terrible en cualquier lugar, pero atroz en el tercer mundo) o lo que sea que no sea deseable y que impida que uno haga lo que tal vez le hiciera feliz o hasta infeliz sin remedio.
Horacio viajaba, a veces, por trabajo, por muerte de un familiar, por enfermedad propia o ajena y hasta por no poder decir no a tiempo. Horacio amaba, por el contrario, clasificarlo y ordenarlo todo con una técnica de libro de escuela secundaria. Si en el medio oriente árabes e israelíes aumentaban sus hostilidades y matanzas más de lo acostumbrado (el hombre, desdichado, a todo se acostumbra) y se declaraba una guerra, Horacio anunciaba las diez causas de tal conflicto y si alguien hablaba de divorciarse por aburrimiento, Horacio le comunicaba, en voz baja, aparte y con condescendencia, las siete o aún más consecuencias negativas que se generaban para el hombre de tal decisión. Horacio, extrañamente, habían notado todos, nunca había catalogado los viajes y las razones para hacerlos, aún cuando los más malévolos le habían tendido hábiles trampas para que lo hiciera. Alguna causa debía tener tan extraño, en Horacio, comportamiento. La gente, que odia lo que no entiende y pretendía seguir estimando a Horacio, la encontró (querían un Horacio explicado): Una mujer hermosa que siempre le había rechazado le llamó al teléfono móvil al final de una tarde de viernes, estando con unos amigos. Ella en unas horas partiría a un viaje y quería que Horacio le acompañara. “Estaremos solos los dos”, había dicho y por ser lo más parecido a una referencia erótica que había oído nunca en su favor de aquella hermosa mujer sintió despertar de pronto su deseo sexual y se puso de pie. “¿Por qué te vas?”, preguntó un amigo ya borracho y él aseguró que no se iba, sólo iba al baño y volvía. “Te vas”, insistió el amigo y él dijo que solo saldría un momento y regresaba rápido. “OK”, condescendió su interlocutor y volvió a lo suyo. Salió a la calle y fue a su casa. ¿Cuánta ropa llevar? Todo estaba sucio. En su casa lavaban el sábado. Tal vez era conveniente comprar algo, pero ¿Dónde y en qué momento? Dinero tampoco había demasiado, porque había qué pensar en los pasajes, la comida, los gastos pequeños y, ah, el hotel donde presumiblemente se quedarían. Ella no había dado mayores detalles, no acostumbraba llamarlo y cuando lo hacía era parca e imperativa. Sabía que Horacio no preguntaba y asistía puntual a las citas que ella acordaba, aún a las más incómodas y desconsideradas.
Horacio decidió que una caminata corta lo calmaría como tantas otras veces y que luego de ella regresaría con el ánimo tranquilo y la mente alerta para resolver los problemas inmediatos. Había amenaza de lluvia, sólo amenaza como tantas veces. Afuera, los conocidos hablaban. Saludó rápido a todos. Al llegar a la esquina pensó que ella no le había comunicado el motivo del viaje. ¿Iría acaso a encontrarse con alguien? Otro hombre estaba descartado, porque en tal caso no le habría invitado. ¿Tendría familia allá? Nunca había mencionado algo así, pero era que ella tampoco hablaba con demasiada coherencia ni él le prestaba una entera atención, ocupado siempre en pensar en su no correspondido sentimiento. Ella había dicho que estarían solos. Eso era significativo, no podría ser que ella fuera a alojarse en casa de un familiar y le hiciese acompañarla, presentándolo al efecto como un querido amigo, solo eso y nada más, con lo que lo del hotel quedaría excluido, salvo como una experiencia muy rápida y un tanto furtiva, a ocurrir tal vez en una zona apartada y una hora conveniente, sometidos al apremio del reloj, enemigo del buen desempeño amatorio que Horacio nunca estaba seguro de practicar. ¿Acaso lo de estar solos se refería al viaje en autobús, en el cual unos asientos estrechos y la exageración del aire acondicionado podían invitar a una anhelada intimidad? Podría, además, ocurrir que ella no quisiese que la presencia de Horacio fuere conocida por sus hipotéticos consanguíneos (o amigos o conocidos, que ese cambio de condición no alteraría para nada o en muy poco las consecuencias finales) y entonces sí tendrían que recurrir al hotel o pensión, llegarían a la terminal de autobús, habría muchos taxistas ofreciendo sus servicios, tomarían café con o sin un pequeño desayuno y ella le diría que él debería hospedarse en una pequeña pensión cercana en la cual la esperaría mientras ella iba a hacer algunas cosas. La pensión quedaría en un segundo piso, tendría un precio alto considerando lo pequeño de la habitación y estaría atendida por una muchacha morena y simpática, mala para las cuentas, sobre todo a la hora de dar el vuelto, equivocándose siempre a su favor y pidiendo disculpas con una hermosa sonrisa a los clientes más espabilados. La única opción sería estar tumbado en cama todo el rato, porque aunque existiría la posibilidad de salir a caminar por las manzanas adyacentes, ella podría regresar en cualquier momento y no encontrarle y aunque tendría el teléfono móvil, no podría confiar demasiado en que ella le llamase porque nunca lo había hecho un día sí y al siguiente también, ni aún en el caso de que necesitase de él con urgencia. Allí, acostado, mirando el techo con quemaduras de velas y marcas de humedad, se le podría ocurrir pensar en que ella le había llevado con paso decidido y conocedor hasta la puerta de hospedaje, lo que dejaría entrever que le era familiar y le movería a hacer mil conjeturas, impelido por ese absurdo afán de fidelidad que exigimos de las personas que nos gustan mucho, pero con las que no tenemos ninguna relación afectiva establecida. Las horas podrían pasar, el calor aumentar, el teléfono podría no sonar o hacer apenas ruidos que pareciesen los previos a un repique, la habitación podría parecerse a un infierno, la cabeza podría también parecerse a un infierno y ella podría no llegar sino hasta muy tarde o no llegar, al menos él podría temer que ella no llegara nunca, lo cual sería cierto hasta el momento en que tocasen la puerta y al abrir un hombre moreno, alto, de bigote dijera con descuidada pronunciación “Lo buscan” y sería ella que le esperaría en la calle y que vendría con una sonrisa y él la miraría con despecho y ella le preguntaría como otras veces que si estaba molesto a lo que él contestaría que no, pero dejando entrever su enorme enojo, su gran sufrimiento, éste último molestaría demasiado a ella quien le llamaría inmaduro y cambiaría su sonrisa por una expresión de desagrado. La expresión de él seguiría siendo la misma por un rato, pero por allá dentro, en su pecho, avanzaría un mal gusto, una úlcera inmediata que le iría convenciendo de que ella tendría razón y que él se estaría comportando como un niño. Luego no se quedarían en el hotel sino que podrían ir a cine o a algún sitio caro. Lo que podría pasar después Horacio prefirió no imaginarlo.
Horacio volvió apremiado a su casa. No era demasiado temprano, aunque su ansiedad siempre le hacía fallar en las previsiones horarias. Tomó un morral pequeño y lo llenó de ropa (no hubiera sabido responder si acto seguido le interrogaran sobre qué piezas de ropa componían tal bagaje). Tomó un taxi y llegó a la Terminal cuando los buhoneros ya recogían sus mercancías. Pidió un café con la equivoca intención de calmar los nervios tomando algo. Fue hasta las pistas de salida y miró los autobuses y recordó que no le había preguntado a ella si ya tenía el pasaje comprado y en cual línea de transporte. Fue hasta los teléfonos públicos y la llamó. Contestó ella misma y él le dijo: “No, no puedo ir”. Colgó y volvió con sus amigos, pero estuvo callado el resto de la noche. Al otro día la llamó. Ella le dijo que había decidido no ir ninguna parte.
Viajar enseñaba siempre grandes cosas a Horacio y, sin embargo, viajaba poco.

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