Tuve un amigo, un iluminado, un hombre excepcional. Su infancia fue tan plena que ya no hubiera querido vivir más, pero el suicidio se habría prestado a demasiadas interpretaciones y mi amigo era, ante todo, asertivo y confiable porque hasta sus más horrendas acciones podían ser previstas con razonable antelación. Algunas veces deseó a alguna mujer hermosa, pero luego de rápidos y eficaces cálculos desistió de cualquier proyecto, sin pensar más en el asunto; tanta era su convicción. Buscó a la mujer modesta, la que cuenta billetes de poco valor con una sonrisa, la que ama con calma y reposo y arrullo de arroyo y la mujer que no desea nuestro prójimo. Luego de varias tentativas la encontró y se alejaron del mundo, no de manera gratuita, porque mi amigo odiaba las acciones sin fundamento y durante el día le ocupaba mucho tiempo indagar las razones y las causas de casi todo, sin que por ello se vanagloriase de poseer un gran entendimiento.
Mi amigo creyó en un ultramundo, grande y glorioso, preparado para quienes lo ganasen a pulso en una gran lucha. Por eso se retiró del mundo, claro, no del todo porque a veces se necesita ir al mercado y otras un buen baño en la playa. El universo era ilusión y también el Eclesiastés. La verdad estaba en los sitios más imprevistos y por ello vio mucha televisión. Algunos lo llamaban timorato, pero los vio caer a todos, en revueltas populares, hospitales del extranjero o en situaciones más o menos prosaicas.
Tuvo un hijo al que amó con pasión, para demostrar a sus detractores que la pasión no estaba reñida con el buen juicio. En resumen, fue un hombre feliz y el día del juicio final Dios le llamó hijo bienamado y le condujo a los cielos en un carro de fuego. Me tendió su mano, bonachón y le dije: no soy digno de ti y se fue, tal vez un poco triste. Entonces suspiré aliviado mientras unos diablos bastante feos me arrastraban hasta mi tormento.
Mi amigo creyó en un ultramundo, grande y glorioso, preparado para quienes lo ganasen a pulso en una gran lucha. Por eso se retiró del mundo, claro, no del todo porque a veces se necesita ir al mercado y otras un buen baño en la playa. El universo era ilusión y también el Eclesiastés. La verdad estaba en los sitios más imprevistos y por ello vio mucha televisión. Algunos lo llamaban timorato, pero los vio caer a todos, en revueltas populares, hospitales del extranjero o en situaciones más o menos prosaicas.
Tuvo un hijo al que amó con pasión, para demostrar a sus detractores que la pasión no estaba reñida con el buen juicio. En resumen, fue un hombre feliz y el día del juicio final Dios le llamó hijo bienamado y le condujo a los cielos en un carro de fuego. Me tendió su mano, bonachón y le dije: no soy digno de ti y se fue, tal vez un poco triste. Entonces suspiré aliviado mientras unos diablos bastante feos me arrastraban hasta mi tormento.